Podría parecer un profesor de instituto. Ese que un alumno puede encontrarse una noche en un concierto luciendo la camiseta de alguna discográfica rara. Y, de algún modo, Simon Reynolds, uno de los críticos culturales y articulistas musicales más relevantes de las últimas décadas, es precisamente eso.
Nacido en 1963 en Londres, montó su primer fanzine musical mientras estudiaba historia en Oxford. Y, a partir de entonces, ha sabido conjugar la erudición académica con la cultura pop, sin renunciar a la vivencia en primera persona de nuevos brotes musicales, calibrando su impacto social y teorizando sobre su pasado, futuro y presente. Horas antes de dar una conferencia en el Sónar, cuando escruta la carta de un restaurante japonés de la Plaça Espanya, pide un té pero rectifica sobre la marcha y se decanta por una cerveza, quiebro que repite cuando parece que engullirá unos yakisoba (fideos) y los cambia por un plato de yakimeshi (arroz frito). “Se parece un poco a la paella, ¿no?”, pregunta. Queda claro que se plantea cada detalle (rumia cada respuesta y explora caminos contradictorios) y que sólo es la segunda vez que viene a Barcelona. La primera, en 1998, justo el año que publicó la primera versión del libro titánico (algo así como la biblia de la música electrónica) que hoy viene a presentar: Energy Flash. Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile (Contra), sólo visitó las Ramblas, los edificios de Gaudí y el Mercado de la Boquería: “Suena muy turístico, pero es que cuando un extranjero llega a una ciudad sólo quiere saber cosas del pasado de ese sitio”.
Quien dice eso es este ensayista fundamental, con polo holgado y gafas de pasta cautas, que acuñó el término “Retromanía” para hablar de una cultura popular, la nuestra, varada en el reciclaje continuo e inane de su propio pasado: “Así termina el pop, no con un bang sino con una caja recopilatoria cuyo cuarto disco nunca llegamos a escuchar”.
Pregunta. El libro explica el auge de las raves justo en el tramo final de los gobiernos de Margaret Thatcher, cuando centenares de miles de personas montaban fiestas ilegales en carreteras como la M25 y bailaban juntas. ¿Cree que era una especie de respuesta, de elogio del sentido de comunidad, a ideas de aquella época como “Ya no existe la sociedad, sólo los individuos y las familias”?
Respuesta. Sí, así fue. Antes existía ese espíritu en protestas como las de los mineros, pero más adelante lo único que mantenía junta a Inglaterra era el fútbol. Y fenómenos culturales como las raves, en los que se percibía un sentimiento de unidad muy liberador. Aunque, claro, tampoco es que todo el país estuviera bailando en descampados y además fue un impulso común casi utópico que pronto se disgregó por clases, razas, géneros, sexualidades….
P. También defiende que era un fenómeno muy político, pese a no lanzar mensajes en sus letras como sí hacían bandas de la época como The Smiths. Pero es que Morrissey se quejaba por la debacle de una sociedad posindustrial mientras que la cultura rave ocupaba esas fábricas abandonadas…
R. Sí, hay algo de que la acción puede hablar más alto que las palabras. Además esa música electrónica contenía, en algunos casos, o un sentimiento de fraternidad o una visión muy oscura de ver la sociedad. Y a menudo empleaba frases de películas que sí lanzaban mensajes. En todo caso, Morrissey en la televisión cantando Margaret on the guillotine también tenía mucho impacto y era muy útil.
R. Bob Stanley, músico y también ensayista muy lúcido, dice en su libro Yeah Yeah Yeah que las canciones instrumentales triunfaron en la Gran Bretaña de los cincuenta porque la gente estaba harta de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. ¿Podría explicar eso el éxito de esta música en el tardothatcherismo?
R. No sé si la música instrumental es intrínsecamente más escapista, pero desde luego está más abierta a la interpretación. No exige nada de tu cerebro, sino de tu cuerpo, y eso es político también. Además, a veces lanza conceptos vagos que remiten a una especie de paraíso sin problemas, al que acceder por la música y por el éxtasis. No va sobre algo, no explica una historia, pero propicia una experiencia que sí encierra un mensaje.
P. Como cuando explica que las raves fueron el lugar en el que por primera vez los chicos rudos de clase trabajadora entraron en contacto con la cultura gay…
R. Quizás en el sur de Europa los hombres se tocan más o se saludan con besos en las mejillas. Pero eso era impensable en Gran Bretaña. De repente, en ese entorno y con pastillas de por medio, empezaron a abrazarse y de algún modo adoptaron gestos, por ejemplo bailando, más femeninos, pero lo que no sé es si eso luego comportaba que en su vida dejaran de ser menos sexistas. Aun así, sí creo que abrió un poco algunas mentes y se perdieron algunos rasgos muy fríos de lo británico…
P. Es que el éxtasis puede ser milagroso. Irvine Welsh (autor de Trainspotting) me explicaba el otro día que la primera vez que vio en persona a Thatcher iba algo colocado de éxtasis. La vio en el Hotel Dorchester, desayunando, y quiso abrazarla después de haberla demonizado en todas sus novelas…
R. (Risas) Bueno, supongo que la vio muy frágil y vulnerable y hasta él sintió algo de empatía. Me gustan sus historias de Acid, relacionadas con este tema, pero yo aquí no quería hacer ni un libro de memorias de noches tóxicas ni tampoco un ensayo académico.
P. Aquellos que habían padecido más son los que hicieron los géneros menos elitistas y los que a usted más le interesan, como el hardcore británico, impulsado y bailado por gente de clase trabajadora. ¿Cree que eran más futuristas y arriesgados precisamente por no tener en cuenta conceptos como el buen gusto o el canon de lo aceptable?
R. Yo puedo disfrutar de música muy elaborada, con melodías trabajadísimas y mucho esmero en el sonido. Pero sí, creo que si tienes demasiado buen gusto, tu música no tiene sabor. Es como con la cocina [mira su plato de arroz, insiste en que se parece a la paella]: en esos restaurantes de cocina-fusión siempre falta algo. Son platos muy inteligentes pero les falta funk, encanto. Los platos más sencillos son con sabores más de la tierra.
P. En el libro emplea la técnica del observador-participante. ¿Cómo podía llevarla a cabo con éxito en medio de esas fiestas multitudinarias? ¿Bailaba con libreta?
R. ¡La verdad es que sí! [Risa] Y lo que es peor, bailaba señalando las nubes, los focos o a la gente con el bolígrafo. Recuerdo mi primera rave. Iba con un éxtasis realmente bueno y se me ocurrió la idea de hacer una crónica colectiva: todos mis amigos explicarían sus visiones…. Luego la publiqué en el Melody Maker y era muy buena, la verdad. No les dije nada porque se cobraba muy poco [risas].
P. Ahora quizás no lo viviría de ese modo. ¿Hay que escribir sobre todo sobre esos fenómenos de los que de algún modo uno forma parte o entiende bien?
R. Mira, hace poco mi sobrina me convenció para venir conmigo a una rave. Es menor de edad, así que tuve que inventar mentiras para que pudiera entrar. Lo pasé fatal. Además se pasó todo el rato haciendo fotos y chateando con sus amigas. Yo parecía un viejo cascarrabias, diciéndole: ¡Eso está mal! ¡Disfruta de esta experiencia! ¡Aquí y ahora!
P. Quizás el acceso a información puede resultar paralizante y la conectividad puede arruinar la colectividad en un lugar determinado. Internet ha acabado, de algún modo, con las escenas musicales de regiones concretas…
R. Pero es que mucha gente vive en Internet, ésa es su localización y ése es el mundo real. Yo creo que jamás podrá ser lo mismo que un grupo de gente en una habitación botando y sudando juntos. Y yo lo vivo como algo muy cansado que no permite experimentar de una forma profunda. Siempre hay la presión de moverse hacia otro lado, de saltar a otra ventana. A veces llego a la noche y estoy exhausto y no he hecho nada de provecho…
P. Es la edad.
R. [Risas] Sí, es indudable que si creces con esa cantidad de información te parece normal. Además es un debate que existe desde siempre. En los sesenta, cuando veías un programa cómico y luego imágenes de Vietnam, experiencias muy desconectadas, rápidas, traumáticas, piensas: ¿Cómo podía la gente procesar esas emociones contradictorias? Ese debate ludita y ese miedo a la aceleración de la cultura ha existido siempre.
P. Eso debe de pensar su sobrina.
R. Sí, pero yo no me acostumbro. Cuando queda conmigo puede estar bajando música, leyendo un artículo, escuchando música, hablando con amigas que están a un millón de kilómetros y pensando que le puede prestar atención a su tío. ¡Y me da pena! Estábamos muy unidos, nos entendíamos tan bien [risas]... Y ahora tengo que competir por su atención con todo el planeta.
Fuente: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/08/19/actualidad/1408445448_645110.html
Nacido en 1963 en Londres, montó su primer fanzine musical mientras estudiaba historia en Oxford. Y, a partir de entonces, ha sabido conjugar la erudición académica con la cultura pop, sin renunciar a la vivencia en primera persona de nuevos brotes musicales, calibrando su impacto social y teorizando sobre su pasado, futuro y presente. Horas antes de dar una conferencia en el Sónar, cuando escruta la carta de un restaurante japonés de la Plaça Espanya, pide un té pero rectifica sobre la marcha y se decanta por una cerveza, quiebro que repite cuando parece que engullirá unos yakisoba (fideos) y los cambia por un plato de yakimeshi (arroz frito). “Se parece un poco a la paella, ¿no?”, pregunta. Queda claro que se plantea cada detalle (rumia cada respuesta y explora caminos contradictorios) y que sólo es la segunda vez que viene a Barcelona. La primera, en 1998, justo el año que publicó la primera versión del libro titánico (algo así como la biblia de la música electrónica) que hoy viene a presentar: Energy Flash. Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile (Contra), sólo visitó las Ramblas, los edificios de Gaudí y el Mercado de la Boquería: “Suena muy turístico, pero es que cuando un extranjero llega a una ciudad sólo quiere saber cosas del pasado de ese sitio”.
Quien dice eso es este ensayista fundamental, con polo holgado y gafas de pasta cautas, que acuñó el término “Retromanía” para hablar de una cultura popular, la nuestra, varada en el reciclaje continuo e inane de su propio pasado: “Así termina el pop, no con un bang sino con una caja recopilatoria cuyo cuarto disco nunca llegamos a escuchar”.
Pregunta. El libro explica el auge de las raves justo en el tramo final de los gobiernos de Margaret Thatcher, cuando centenares de miles de personas montaban fiestas ilegales en carreteras como la M25 y bailaban juntas. ¿Cree que era una especie de respuesta, de elogio del sentido de comunidad, a ideas de aquella época como “Ya no existe la sociedad, sólo los individuos y las familias”?
Respuesta. Sí, así fue. Antes existía ese espíritu en protestas como las de los mineros, pero más adelante lo único que mantenía junta a Inglaterra era el fútbol. Y fenómenos culturales como las raves, en los que se percibía un sentimiento de unidad muy liberador. Aunque, claro, tampoco es que todo el país estuviera bailando en descampados y además fue un impulso común casi utópico que pronto se disgregó por clases, razas, géneros, sexualidades….
P. También defiende que era un fenómeno muy político, pese a no lanzar mensajes en sus letras como sí hacían bandas de la época como The Smiths. Pero es que Morrissey se quejaba por la debacle de una sociedad posindustrial mientras que la cultura rave ocupaba esas fábricas abandonadas…
R. Sí, hay algo de que la acción puede hablar más alto que las palabras. Además esa música electrónica contenía, en algunos casos, o un sentimiento de fraternidad o una visión muy oscura de ver la sociedad. Y a menudo empleaba frases de películas que sí lanzaban mensajes. En todo caso, Morrissey en la televisión cantando Margaret on the guillotine también tenía mucho impacto y era muy útil.
R. Bob Stanley, músico y también ensayista muy lúcido, dice en su libro Yeah Yeah Yeah que las canciones instrumentales triunfaron en la Gran Bretaña de los cincuenta porque la gente estaba harta de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. ¿Podría explicar eso el éxito de esta música en el tardothatcherismo?
R. No sé si la música instrumental es intrínsecamente más escapista, pero desde luego está más abierta a la interpretación. No exige nada de tu cerebro, sino de tu cuerpo, y eso es político también. Además, a veces lanza conceptos vagos que remiten a una especie de paraíso sin problemas, al que acceder por la música y por el éxtasis. No va sobre algo, no explica una historia, pero propicia una experiencia que sí encierra un mensaje.
P. Como cuando explica que las raves fueron el lugar en el que por primera vez los chicos rudos de clase trabajadora entraron en contacto con la cultura gay…
R. Quizás en el sur de Europa los hombres se tocan más o se saludan con besos en las mejillas. Pero eso era impensable en Gran Bretaña. De repente, en ese entorno y con pastillas de por medio, empezaron a abrazarse y de algún modo adoptaron gestos, por ejemplo bailando, más femeninos, pero lo que no sé es si eso luego comportaba que en su vida dejaran de ser menos sexistas. Aun así, sí creo que abrió un poco algunas mentes y se perdieron algunos rasgos muy fríos de lo británico…
P. Es que el éxtasis puede ser milagroso. Irvine Welsh (autor de Trainspotting) me explicaba el otro día que la primera vez que vio en persona a Thatcher iba algo colocado de éxtasis. La vio en el Hotel Dorchester, desayunando, y quiso abrazarla después de haberla demonizado en todas sus novelas…
R. (Risas) Bueno, supongo que la vio muy frágil y vulnerable y hasta él sintió algo de empatía. Me gustan sus historias de Acid, relacionadas con este tema, pero yo aquí no quería hacer ni un libro de memorias de noches tóxicas ni tampoco un ensayo académico.
P. Aquellos que habían padecido más son los que hicieron los géneros menos elitistas y los que a usted más le interesan, como el hardcore británico, impulsado y bailado por gente de clase trabajadora. ¿Cree que eran más futuristas y arriesgados precisamente por no tener en cuenta conceptos como el buen gusto o el canon de lo aceptable?
R. Yo puedo disfrutar de música muy elaborada, con melodías trabajadísimas y mucho esmero en el sonido. Pero sí, creo que si tienes demasiado buen gusto, tu música no tiene sabor. Es como con la cocina [mira su plato de arroz, insiste en que se parece a la paella]: en esos restaurantes de cocina-fusión siempre falta algo. Son platos muy inteligentes pero les falta funk, encanto. Los platos más sencillos son con sabores más de la tierra.
P. En el libro emplea la técnica del observador-participante. ¿Cómo podía llevarla a cabo con éxito en medio de esas fiestas multitudinarias? ¿Bailaba con libreta?
R. ¡La verdad es que sí! [Risa] Y lo que es peor, bailaba señalando las nubes, los focos o a la gente con el bolígrafo. Recuerdo mi primera rave. Iba con un éxtasis realmente bueno y se me ocurrió la idea de hacer una crónica colectiva: todos mis amigos explicarían sus visiones…. Luego la publiqué en el Melody Maker y era muy buena, la verdad. No les dije nada porque se cobraba muy poco [risas].
Mucha gente vive en Internet. Jamás podrá ser lo mismo que un grupo de gente en una habitación botando y sudando juntos"
R. Mira, hace poco mi sobrina me convenció para venir conmigo a una rave. Es menor de edad, así que tuve que inventar mentiras para que pudiera entrar. Lo pasé fatal. Además se pasó todo el rato haciendo fotos y chateando con sus amigas. Yo parecía un viejo cascarrabias, diciéndole: ¡Eso está mal! ¡Disfruta de esta experiencia! ¡Aquí y ahora!
P. Quizás el acceso a información puede resultar paralizante y la conectividad puede arruinar la colectividad en un lugar determinado. Internet ha acabado, de algún modo, con las escenas musicales de regiones concretas…
R. Pero es que mucha gente vive en Internet, ésa es su localización y ése es el mundo real. Yo creo que jamás podrá ser lo mismo que un grupo de gente en una habitación botando y sudando juntos. Y yo lo vivo como algo muy cansado que no permite experimentar de una forma profunda. Siempre hay la presión de moverse hacia otro lado, de saltar a otra ventana. A veces llego a la noche y estoy exhausto y no he hecho nada de provecho…
P. Es la edad.
R. [Risas] Sí, es indudable que si creces con esa cantidad de información te parece normal. Además es un debate que existe desde siempre. En los sesenta, cuando veías un programa cómico y luego imágenes de Vietnam, experiencias muy desconectadas, rápidas, traumáticas, piensas: ¿Cómo podía la gente procesar esas emociones contradictorias? Ese debate ludita y ese miedo a la aceleración de la cultura ha existido siempre.
P. Eso debe de pensar su sobrina.
R. Sí, pero yo no me acostumbro. Cuando queda conmigo puede estar bajando música, leyendo un artículo, escuchando música, hablando con amigas que están a un millón de kilómetros y pensando que le puede prestar atención a su tío. ¡Y me da pena! Estábamos muy unidos, nos entendíamos tan bien [risas]... Y ahora tengo que competir por su atención con todo el planeta.
Fuente: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/08/19/actualidad/1408445448_645110.html
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