Se celebra por todo lo alto la gran final del III Gran Concurso Nacional de disc-jockeys de la cadena SER y las computadoras arrojan una audiencia aproximada de seis millones de jóvenes seguidores de esa especie de underground de mediodía llamado El Gran Musical, instalado este domingo otoñal en la discoteca Consulado de Madrid. Irrumpe Pepe Cañaveras como un ciclón caribeño y el público corea con disciplina griega las excelencias de las calculadoras de bolsillo Texas Instrument, las cosméticas adolescentes de Margaret Astor, los roncos tragos de Málaga Virgen, la banda sonora de El Imperio Contraataca, el sonido duro de Police o el verso blando de José Luis Perales.
Corean lo que les echen, los muchachos de El Gran Musical; sin preocuparse demasiado por el viejo y sagrado principio de no contradicción, tal y como siempre lo interpretamos y respetamos; que para ellos lo importante no es que el rock de los Ramones chirríe si se le sitúa al lado del melo de Camilo Sesto, ni siquiera sienten inquietud por aclamar con idéntica algarabía de fans –algarabía a la americana, con silbidos y toda la pesca- el Hey! De Julio Iglesias o el Yeah! De Paul McCartney; lo importante en este negocio es el vedetariado del disc-jockey: esa prosódica conjunción copulativa que surge entre disc o y disco para unir lo que el gusto y el mercado habían separado con finalidad estrictamente mercantil. El disc-jockey como pegamoide de esos fragmentos audiovisuales que la industria siembra con astucia en los surcos plásticos y en las ondas hertzianas; articulador mal temperado de esa multitud de signos de la modernidad que andan desparramados por el hipermercado social en aparente régimen de contradicción. Pues lo esencial en estos momentos, y no sólo en el microcosmos del microsurco, es que el disc-jockey ha eclipsado la noción de autor: es el triunfo indiscutible de los intermediarios en la sociedad del espectáculo. El viejo héroe de la antigüedad, el tipo de las mil caras que provocaba las mil y una historias creativas, se ha convertido por arte de media en el recadero de los mensajes electrónicos. El nuevo protagonista ya no es el creador cultural sino el hombre puente, cuyo paradigma es el disc-jockey de las frecuencias moduladas y de las discotecas climatizadas. Pero no sólo el que pincha los discos asume la dulce tiranía del intermediario: ahí están las popularidades desmadradas del presentador de televisión, del relaciones públicas de la empresa, del anunciador de la mercancía, del diseñador del envase del producto, del editorialista, del reseñista, del columnista, del moderador de mesas redondas, del organizador cultural, de escribidor de discursos ajenos, de la nueva secretaria de Estado para la Información, del ser fascículos, del distribuidor literario, cinematográfico, pictórico o musical, de los infinitos profesionales de la divulgación y de la vulgarización nuestra de cada día.
El intermediario atravesado
Lo expresó modélicamente Flaubert: Existen en esta vida seres cuya misión fundamental consiste en servir de intermediarios entre una cosa y otra. Y recomendaba: “Se les atraviesa como se atraviesa un puente y se va más lejos.” La fórmula superadora –atravesadora- acaso resultante valida en los finales del siglo XIX y los principios de éste, cuando las nociones de autor y de creador, de producción y de revolución, ocupaban los primeros puestos en el ranking de la celebridad y el liderazgo en el hit parade de la sociabilidad; en las postrimerías del siglo XX, al cabo de la crisis sin retorno de la segunda revolución industrial, inmersos en la llamada era de la información, la máxima aspiración social consiste en llegar a ser puente, intermediario, héroe que no crea, que se limita a presentar y conjuntar creadores, copulador de antinomias, publicista y publicitario, sacerdote de signos sin paternidad conocida. Y es que el valor de la mercancía, en cualquiera de sus manifestaciones, no reside ya en el viejo acto creativo del producir –un objeto, un texto, una idea, una pincelada, un negocio, un sonido…- porque se ha trasladado irremediablemente al nuevo ejercicio del reproducir. La gran época histórica de los modos de producción ha sido liquidada por la edad instantánea de los modos de reproducción, y, lógicamente, la vedette del mercado ya no es el autor, sino el propagador: ese sujeto que se sitúa entre una cosa y otra, entre la creación y el consumo, y nos obliga a ver el panorama desde el puente. O sea, el disc-jockey.
“Yo quiero ser disc-jockey”
Seis millones de jóvenes, por ejemplo, sabiamente dirigidos por Pepe Cañaveras siguiendo con pasión –que para sí la quisiera la política- el duro enfrentamiento entre los representantes sonoros de las más variadas autonomías y preautonomías, insólitamente mezclados el 151, el 143 y restos del 144, en lucha por el alto privilegio de ser elegido disc-jockey de la cadena SER después de la dura barrera de las primarias. Allí están los finalistas de Barcelona, Toledo, Madrid, Córdoba y Santander disputando la oportunidad soñada de encaramarse al puente colgante de los cuarenta principales. Gritan, sudan, metaforizan, anglosajonizan con delirio estos aspirantes a nuevos héroes de la moda juvenil, buscando la diferencia y el éxito del lado de la fonética y de la retórica. Lo importante, naturalmente, es lograr que esas parrafadas interjectivas, imperativas, admirativas –que utilizan casi exclusivamente en adolescente segunda persona del singular- suenen a inglés americanizado, a español descastellanizado, a publicidad old Chap.
(Relajan las vocales e intentan desesperadamente diptongarlas: se esfuerzan con denuedo memorable por pronunciar rematadamente mal las dentales; exageran los espiratorios y articulan débilmente, cuando la ocasión discográfica o requiere, las sílabas inacentuadas para conseguir lo que en el Imperio de la señora Thatcher llaman vocal murmur; practican con impunidad envidiable el llamado acento de insistencia, poniendo énfasis en sílabas que hasta la fecha no gozaban de tal privilegio; y cuando cae en sus manos intermedias un nombre, un título, un topónimo abiertamente yanqui –asunto nada insólito en el menester- acontece el gran orgasmo fonético.)
El intermediario político
Admito que estoy hecho un lío tremendo. Escucho esta final disputada y superlativa de El Gran Musical mientras repaso la llamada prensa política y, ahora que lo medito, no sé en estos momentos que es más importante, si diputado en el Congreso o disc-jockey en la frecuencia modulada. Que nadie lea en este dilema surgido espontáneamente, sin alevosía, un menosprecio a las Cortes; que lea, en todo caso, una alabanza a la aldea electrónica en la figura de estos nuevos ídolos de masas que han logrado una penetración e instalación en los hábitos de la vida cotidiana jamás soñada por los políticos de escaño azul o rojo. No es una broma provocadora la comparación entre el disc-jockey y el diputado. Sobre todo, no lo es desde el punto de vista de la influencia social. El intermediario político, como se sabe, limita su actuación pública a la reforma de ciertos principios mercantiles, administrativos, territoriales, civiles, matrimoniales o penales con el objetivo nada heroico de adecuar los viejos códigos a lo que pasa en la calle; y en eso mismo estamos, por cierto, desde hace un lustro y en las postrimerías del siglo; luchando aún por lo que es evidente, enfangados en lo absolutamente obvio, demostrando la legalidad de la realidad a costa del divorcio, las autonomías, la ecología, el feminismo y otras leyes de la gravedad social. Pero el intermediario radiofónico hace algo más que vender plástico rayado y multinacional, como se le reprocha: nos propone el disc-jockey desde su curiosa jerga nuevos códigos de comportamiento social e individual, provoca modelos inéditos de actuación, intenta desesperadamente no dejarse atrapar por lo establecido, pues su único objetivo es la moda, por encima de las contradicciones y por debajo de las significaciones. El del escaño va por la vida muy por detrás de los acontecimientos afirmando o negando (por medio del botón eléctrico del Parlamento) las evidencias; el del micro corre sin rumbo fijo delante de los códigos y no puede permitirse, jamás, el lujo del descanso porque como dice Baudrillard, en la moda los significados se escabullen y los desfiladeros del significante no llevan a ninguna parte.
Ya digo, el diputado y el disc-jockey son figuras análogas porque ambos cumplen una función eminentemente intermediaria, medianera, conexiva y accesoria. Pero mientras el uno sirve de puente romano entre el pasado jurídico y el presente cotidiano, el ganador de este III Concurso Nacional de la SER, el muchacho de Santander, tendrá la obligación inexcusable de servir de juntura fonética entre la actualidad de hoy y la modernidad de pasado mañana. El político ha renunciado a la oratoria como instrumento de transformación e influencia social, pero el disc-jockey penetra diariamente en lo cotidiano a través de la prosodia y de la retórica, erigiéndose en brillante heredero del arte de la persuasión. Acaso me digan que la diferencia entre el uno y el otro es más profunda: el de las Cortes, a pesar de su mudez, maneja signos pesados –la política, la moral, la economía, la cultura…- y el de la cabina de la FM o de la discoteca sólo tiene tratos con los signos ligeros – los gestos, los vestidos, los sonidos, las jergas, el cuerpo-. Es cierto, pero no está demostrado que el material del diputado tenga en estos momentos un sentido social superior al que encarna el intermediario de las ondas hertzianas. Precisamente una de las muchas claves para entender lo que significan esos dos vocablos dominantes y explicalotodo llamados “crisis” y “desencanto” está en el desfase existente entre aquellos viejos valores –incluido el propio concepto de “valor”- surgidos de la primera revolución industrial, que siguen empeñados en aplicar dogmáticamente, como si desde entonces aquí nada hubiera pasado, y esta endiablada circulación de modas, signos, dicciones y contradicciones que es propia de la sociedad posindustrial y que ha subvertido el viejo precepto de masa y bastantes cosas más. No quiero decir que España, haya entrado, desde un punto de vista económico y sociológico, en el universo posindustrial; digo que gracias a los media, sobre todo, las masas juveniles están viviendo de hecho los efectos de una sociedad posindustrial y su escenario vital, en poco se distingue ya del americano, del inglés, del francés o del italiano. No hay desencanto político, hay desfase de los políticos, despiste de los sociólogos, desatino de los moralistas, desacierto de los viejos intermediarios, empeñados en medir la realidad con test cerrados y heredados de la época del cerealismo histórico o del III Plan de Desarrollo.
Las orgías fonéticas
No escucho yo sonidos desencantados por los mundos onomatopéyicos de las frecuencias moduladas, en estas orgías fonéticas que recorren las ondas nacionales de cabo a rabo y trituran las estúpidas fronteras interiores que nos están saliendo como acné juvenil. Y no entiendo yo porqué la elección del portavoz de UCD y el nombramiento de la señora nosecuantos como secretaria de Estado para la Información han de ser acontecimientos cotidianos más importantes que este III Concurso de los disc-jockeys; a fin de cuentas la misión de los portavoces del Congreso o de la informadora oficial de la Moncloa es idéntica a la que desempeñará este muchacho de Santander en su cabina insonorizada de los cuarenta principales: una voz entre disco y disco, entre sonido nacional y multinacional. Lo intolerable en esta nueva era cultural, eclipsado el autor y disfrazado de juerga el arcano principio de producción, es que el disco suene a rayado, que la reproducción no sea perfecta, y en esto no queda más remedio que constatar la franca superioridad del disc-jockey sobre el diputado, con o sin voz.
Ahí está el detalle: el apasionamiento por la vida política nacional se centra en la elección del señor Herrero de Miñón y en el nombramiento de la flamante secretaria de Estado para el asunto; y los concursos que fascinan a las masas en edad militar ya no son los que enfrentan a cantantes o a músicos, como ocurría en mi juventud, sino a disc-jockeys o a danzantes. Hay que estar muy ciegos para no ver en estas metáforas de nuestro tiempo un signo revelador de lo que está ocurriendo y no sólo en estas esferas pesadas o ligeras, de lo real. El fascinante universo de la reproducción garantiza el fulminante éxito del intermediario, y si repasamos sin prejuicios la lista de fans de la industria cultural –donde, teóricamente al menos, la noción de autor debería estar más firme- observaremos que también allí son los disc-jockeys o los portavoces los que llevan la voz cantante: liderazgos literarios de periodistas, de columnistas, de divulgadores, de gentes que practican ante todo las relaciones públicas en la república de las letras y las artes; locutores del texto.
Matices
Pero también hay matices. No es lo mismo el verbo veloz de Pepe Cañaveras que la acartonada agresividad fonética de Nacho de Aplauso. Como tampoco la jerga del llamado Fradejas, el tipo que surge entre baile y baile en el mismo programa abominable, tiene mucho que ver con los refinamientos retóricos de cualquier disc-jockey periférico con ambiciones de triunfo. En este asunto, como en tantos otros, nuestra televisión sigue anclada en la era del almirante volador. Basta conectar el domingo El Gran Musical, y comparar lo que allí se habla y se grita con un programa de TV que se emite a esa misma hora, precisamente titulado Gente Joven. Mientras los chicos de la radio han asumido con todas las de la ley –ley de la reproducción- el vedetariado del disc-jockey (hasta el extremo de que el programa radiofónico se limita a ser un recitado de spots que hablan de ciertos productos, pero, sobre todo, que cantan las excelencias del propio espacio musical, anunciando de manera vibrante lo que harán el próximo domingo, y así hasta el infinito eleático y parrandero); digo que mientras los de El Gran Musical se desmelenan los de Gente Joven salen con moño; siguen ofreciendo productos sonoros afectados, con ecos de Sección Femenina, circunspectos, folklorismo de juegos florales, atroces señoritas que sueñan con alcanzar la gloria a base de gorgoritos zarzueleros. Esta es la diferencia brutal: en la radio organizar un concurso de disc-jockeys y en la televisión andan, el mismo día y a la misma hora, con concursos de cantantes melódicos. Se trata, en ambos casos, de dos “saltos a la fama”, para utilizar la terminología de aquellas competiciones de la época de la cartilla de Racionamiento; de dos ideas de lo que se entiende por fama en estos momentos y que ilustran paradigmáticamente la antinomia fundamental en la que estamos involucrados: el simulacro de la fama y la fama del simulacro.
El autor del artículo “Llega un disc-jockey libre y salvaje” es Juan Cueto, actualmente colaborador de El País y la cadena SER y autor de varios libros dedicados a la sociedad de la información como “La sociedad de consumo de masas”, “Mitologías de la modernidad” y “Pasión Catódica”.
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