Una opinión sobre el acceso de menores a conciertos que me ha gustado tal y como la expone, bastante simple y sencilla para la comparación que música y drogas no están tan unidas como se cree.
No entiendo por qué no he escrito antes de esto, cuando lo he hablado tantísimas veces con amigos: es una vergüenza que en España llevemos años aceptando pasivamente el lamentable hecho de que en las salas de conciertos de este país no puedan entrar menores de 18 años. Es una jodida pesadilla.
Este país, como para tantas otras cosas, se está convirtiendo en el sumidero de la música y en el paraíso de ladrones, defraudadores, tramposos y vecinos malencarados. Un disparate.
El amor por la música empieza a manifestarse a edades muy tempranas. Desde los 2 ó 3 años, un niño es capaz de diferenciar sonidos y con 5 puede diferenciar todas las notas musicales. El ritmo lo llevamos todas las personas dentro desde el mismo nacimiento y lo marca el latido del corazón. Si los padres son sensibles a la música y tienen cierta afición por la misma, lo normal es que los niños estén expuestos a los discos y las canciones que se escuchan en casa o en el coche, sin contar, por supuesto, las canciones que les cantan en el colegio y que sirven para que aprendan, de una manera divertida, los misterios más fáciles de la vida. Es decir: las personas estamos expuestas a la música desde el principio del principio. Hay estudios, como el de Rene Van de Carr, que aseguran que un feto de 33 semanas acaba respirando al ritmo de la música a la que está expuesto. Se puede leer más aquí (en inglés). Hay otros estudios que no lo afirman de manera tan tajante pero, importante, no lo niegan en absoluto. Por tanto, no es complicado concluir que LA MÚSICA ES BUENA PARA EL SER HUMANO. Hasta aquí todos de acuerdo.
El problema empieza a partir de los 10-12 años: el niño empieza a tener sus propios gustos, a desarrollar su curiosidad y a emanciparse poco a poco de la corriente principal que marca los padres. Recuerdo con una sonrisa de oreja a oreja mi primera cinta de cassette, que marcó el verano de 1988, cuando Clara, la chica que nos cuidaba cuando mis padres tenían cosas que hacer, me la grabó. Era el Tunnel of Love de Bruce Springsteen y acabó desgastada de tanto rolar. Después de esa vinieron muchísimas más y luego miles de discos más (creo que este link ya lo he puesto, pero por si acaso: mi colección de discos actual). Y aquí empieza el dilema-barra-conflicto: ¿Cuál es el siguiente paso a la pasión por los discos? Fácil: los conciertos. No hay que ser el jefe de neurocirugía de un hospital nórdico para adivinar que una cosa lleva a la otra y que no hay nada malo en este proceso. Sin embargo, la cultura del miedo que estaba instalada en nuestra sociedad durante los 80 (mitad por el hecho de que salíamos de una dictadura, mitad porque los 80 fueron años muy complicados en cuanto a juventud y drogas se refiere), hicieron pensar a algunos padres que el camino que emprendían sus hijos era un camino que implicaba perversión, yonkismo, maldad, música y muerte. Ojo: mis padres entre ellos. Pero qué va (“ojalá”, he escuchado decir a muchos). La droga o el alcohol están instalados en la cultura del ocio, pero no son elementos exclusivos de la música. ¿Hay público de los conciertos que bebe y se droga? Sin duda. ¿Son todos? No. Lo mismo ocurre con los músicos. Y diría que los porcentajes de participación son similares en cualquier subgénero de ocio al que nos refiramos.
A los 14 años vi a Nirvana en directo (y repetí a los 15 ó 16) y a esa misma edad fui a mis primeros conciertos. Los años de instituto fueron una tensión constante entre los conciertos a los que me dejaban ir, los conciertos a los que iba y los conciertos a los que mis padres no me dejaban asistir. Aun así, pude vivir noches inolvidables con Metallica, Guns N’ Roses, Sick of it All, Bad Religion, Faith No More, L7 Therapy?, Pantera, R.E.M., Sepultura, Biohazard… El impacto de aquello transformó mi vida para siempre. Luego vinieron festivales, más conciertos y viajes fuera de mi ciudad para ver a bandas que no pasaban por Madrid. Mis padres acabaron por entenderlo.
Hoy en día, ningún menor de 18 años puede entrar en conciertos. Con esa edad yo ya había visto a más de 150 bandas en directo. Ya había experimentado más de 150 veces miles de sensaciones diferentes que contribuyeron positivamente a la formación de mi personalidad. Ya había visto cosas, había sacado mis propias conclusiones, había conocido a gente con la que luego entablé una amistad verdadera, había gritado, había dormido en paradas de autobús, había perdido metros, había dormido en tiendas de campaña para ver a Beastie Boys o a Nick Cave y había decidido no probar ni una gota de alcohol (empecé a beber a los 24 años).
Sin embargo, hoy la cosa es MUY diferente: hoy un menor de 18 años tiene cercenada la posibilidad de experimentar todas esas cosas delante de un grupo de música y dentro de una sala de conciertos (da igual el aforo). ¿Por qué? Porque desde que en España aumentó de 16 a 18 años la edad para consumir bebidas alcohólicas, también aumentó la edad para entrar a conciertos. (Nota: los conciertos que vi por debajo de esa edad fue porque me colé con un DNI falso -win!- o porque iba acompañado de un adulto). ¿NO ES INCREÍBLE? Sí, señor. En este país, para esto, MANDAN LAS MARCAS DE ALCOHOL. Lo explico: Las autoridades prohíben a un menor de 18 años estar en un recinto cerrado donde se venda alcohol. A pesar de ello, los menores de edad pueden asistir a los festivales de música (también cerrados) acompañados de un adulto. Y allí también se vende alcohol (de hecho, se vende mucho más alcohol que en cualquier otro sitio). Curiosamente, cualquier menor de edad puede acudir al fútbol donde, ejem, en la mayoría de las ocasiones esos menores están expuestos a conductas muchísimo más peligrosas (insultos, consumo de alcohol de manera ilegal -está prohibido venderlo e introducirlo, pero se introduce y se bebe- y conductas violentas: simbología nazi, cánticos racistas y, en general, actitudes provocadoras contra los aficionados y equipo contrarios). Y otra buena: la edad mínima para acudir a una corrida de toros es de 12 años. En otros sectores de ocio -en un cine, un teatro, un parque de atracciones o una hamburguesería-, se vende alcohol. Y si uno es un poco avispado, lo puede comprar y consumir siendo menor de 18 años.
De todas formas, cualquier comparación se queda en los huesos si tenemos en cuenta que cualquier menor puede entrar A UN BAR. ¿Cuál es la diferencia entre un bar y una sala de conciertos? El grupo en directo. Me desespero, maldita sea.
En Estados Unidos, un país con el que deberíamos compararnos en este sentido, la edad para consumir alcohol en muchos estados son los 21 años. Sin embargo, no existe una normativa nacional que regule la edad de los asistentes a los conciertos. Allí la música importa. En Nueva York o en San Francisco, se puede consumir hasta vino (¡¡¡copas de vino, en serio!!!) en conciertos de música alternativa. ¿Cómo evitan los clubes que menores consuman? Con las míticas ‘X’ en las manos, que luego fueron el símbolo del movimiento Straight Edge dentro del punk y el hardcore.
Amigos: movilicémonos para que nuestros menores puedan desarrollar su pasión por la música igual que ocurre en cualquier país civilizado normal, y que no sean las marcas de alcohol las que dicten el cómo y el cuándo en nuestras salas de conciertos.
Fuente: http://xthesecretsocietyx.wordpress.com/2013/08/29/quien-manda-en-la-musica-en-directo-en-espana/
No hay comentarios:
Publicar un comentario